sábado, 10 de julio de 2010

Los animales también se quieren (Parte 2)


Hay un pariente del saltamontes –de la familia de los mántidos- que sólo se puede reproducir después de que la hembra le arranque la cabeza al macho. Literalmente, de raíz. Esta costumbre criminal de la novia mantis se debe a que el macho tiene en la cabeza un centro nervioso que bloquea su instinto de procreación. La cópula sólo llegará a producirse cuando ese centro sea eliminado. Un certero tajo de mandíbula y asunto concluído.

Un final parecido tendría los romances entre arañas si no fuese porque el macho toma la precaución de sujetar a la hembra entre sus patas. Otras especies de arácnidos distraen la atención de sus irascibles esposas con un suculento regalo (que ya te contaremos).

Pero… ¿por qué tanta agresividad? Al hablar de agresividad conviene diferenciar entre la violencia que enfrenta a animales de diferentes especies y la que experimentan mutuamente dos bichos de la misma especie. La primera forma de violencia es fácilmente comprensible, porque obedece a razones de supervivencia. Más difícil de entender es el segundo tipo de hostilidad, sin un sentido lógico aparente.

El conocido biólogo australiano Honrad Lorenz atribuye tres importantes funciones a esta agresividad en el seno de la misma especie: protección de territorio, selección natural, protección de las crías.

Y dice Lorenz: “En una zona determinada en la que vivan muchos animales de una misma especie, es posible que se produzca escasez de alimentos. La protección del territorio propio evitará el peligro de carestía”.

Un ejemplo: el zorro es un animal que vive de la caza y que se ve obligado a acotar y defender a muerte su parcela para evitar que los intrusos le roben el pan. El ejemplo contrario es la jirafa que está acostumbrada a desplazarse constantemente en busca de alimento y, por lo tanto, no necesitan defender un territorio específico.

Entre este segundo tipo de animales puede presentarse la otra clase de agresividad apuntada por Lorenz, la de selección. Los ñus machos, por ejemplo, conviven pacíficamente en manadas hasta que llega la época de apareamiento. Se establece entonces una lucha feroz entre los machos y cada uno marca su territorio: se apareará con las hembras que encuentre en él. Pero antes habrá de defenderlo de los otros machos. El que resulte derrotado, perderá su territorio e incluso su potencia sexual. Otras especies que viven en manadas no llegan a delimitar su territorio, pero mantienen las peleas entre los machos. Las hembras sólo podrán ser cubiertas por el vencedor.


Los perdedores no tienen derecho a intervenir en la reproducción.
De esta forma la naturaleza se asegura de que sólo los más fuertes se encarguen de perpetuar la especie. La selección natural proporciona siempre una descendencia óptima.

Fuente Revista Muy Interesante

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